Los nuevos métodos de la DGT en 2025: ¿Mejor seguridad o maquinaria recaudatoria?

El control como norma, la libertad como excepción

La Dirección General de Tráfico (DGT), en colaboración con distintos ministerios del gobierno español, ha intensificado en 2025 una serie de políticas de vigilancia y sanción que están generando un enorme malestar social. Lo que nació con el objetivo de reducir accidentes se ha convertido, según muchas voces, en una maquinaria de control masivo y recaudación sistemática.

Lejos de centrarse en la seguridad vial, las medidas actuales parecen estar diseñadas para exprimir aún más al ciudadano medio: desde nuevos radares inteligentes hasta propuestas tan polémicas como restringir la propiedad de vehículos a una sola unidad por vivienda o limitar el número de ocupantes por coche.

Veamos en detalle lo que está ocurriendo.

DGT Medidas absurdas y multas

Radares y cámaras más inteligentes… pero también más intrusivos

La DGT ha renovado su red tecnológica con cámaras capaces de reconocer matrículas, identificar gestos del conductor y detectar múltiples infracciones al mismo tiempo. Estas nuevas herramientas son capaces de:

  • Detectar el uso del móvil mientras se conduce.
  • Saber si un conductor lleva puesto el cinturón.
  • Identificar si se fuma al volante.
  • Determinar si se lleva auriculares o incluso si se mira una pantalla secundaria.

Estas imágenes se capturan sin necesidad de parar al vehículo. El sistema genera la multa automáticamente y la envía al titular del coche. En muchos casos, sin posibilidad de apelación si no se cuenta con pruebas o recursos legales.

Esto ha dado lugar a una auténtica «caza de sanciones», con cifras récord de multas emitidas en 2024 y una previsión aún mayor para 2025.


Multas por emisiones, por aparcar mal, por exceso mínimo de velocidad…

Además del control visual y las cámaras convencionales, la nueva oleada tecnológica implementada por la DGT y los ayuntamientos ha traído consigo una batería de sistemas automatizados que han transformado las ciudades en auténticos laberintos sancionadores.

Por un lado, se han instalado radares de tramo aún más precisos que no solo controlan la velocidad media, sino que también la comparan con perfiles de circulación según hora, vía y tipo de vehículo. Esto significa que incluso una mínima aceleración en bajadas o al incorporarte al tráfico puede traducirse en una infracción… aunque no hayas rebasado el límite de forma voluntaria ni peligrosa.

A esto se suman los sensores de emisiones instalados en zonas de bajas emisiones (ZBE), que sancionan automáticamente a cualquier vehículo sin etiqueta ambiental (o con etiqueta B en ciertos casos), sin importar si se trata de un trayecto corto, una urgencia médica o una entrada ocasional.
Peor aún: muchas ciudades han convertido el simple hecho de circular en un acto sancionable, sin ofrecer alternativas reales de transporte público ni ayudas eficaces para la renovación del parque automotor.

Pero no todo acaba ahí. También se han reactivado —con más celo que nunca— las multas por aparcar “fuera de las líneas”, incluso aunque el coche no obstaculice el paso ni represente un peligro. Zonas que durante años eran permisivas o tolerantes se han convertido, sin previo aviso, en áreas de caza recaudatoria, señalizadas a veces con pintura apenas visible o sin cartel indicativo.

Los márgenes de error que antes se toleraban ahora se sancionan con rigor absoluto.
Y en muchos casos, los conductores ni siquiera son conscientes de que han cometido una infracción hasta que les llega la notificación al buzón, días o semanas después, cuando ya no pueden defenderse ni aportar pruebas.

El resultado es que miles de ciudadanos aseguran sentirse como presas en una red de vigilancia permanente, sin escapatoria posible.
Moverse, aparcar o circular con libertad se ha convertido en una lotería normativa donde cualquier gesto cotidiano puede acabar costando 100, 200 o incluso 500 euros.

Todo en nombre de una supuesta sostenibilidad que, en la práctica, penaliza al trabajador, al autónomo, al estudiante, al repartidor… y no a los grandes contaminantes o responsables reales del deterioro ambiental.

En este nuevo paradigma, la movilidad ya no es un derecho… es una prueba diaria que hay que superar sin equivocarse.
Y quien falla, paga.


Coche sin seguro o sin ITV: multa automática sin detenerte

Mediante un sistema cruzado con las bases de datos de aseguradoras e ITV, las nuevas cámaras ANPR (lectura automática de matrículas) pueden detectar un coche sin seguro o sin ITV en vigor… incluso mientras circula.

La sanción se genera y llega al domicilio del titular sin que el conductor sea detenido ni informado al momento. En caso de error, es el ciudadano quien debe demostrarlo.


¿Un solo coche por familia? ¿Solo un ocupante por vehículo?

Aquí es donde la distopía deja de ser una advertencia para convertirse en una realidad cercana. Lo que hace apenas unos años habría parecido una idea absurda, hoy empieza a tomar forma en borradores, documentos técnicos y propuestas «experimentales» impulsadas desde determinados ayuntamientos, consejos de movilidad urbana y foros europeos.

Estas propuestas —que no han sido votadas ni debatidas públicamente— pretenden, en teoría, avanzar hacia una movilidad más ecológica. Pero su letra pequeña revela un modelo social que restringe derechos, castiga la libertad individual y convierte la movilidad en un privilegio de pocos. Entre las medidas que ya circulan en borradores técnicos y filtraciones internas, se encuentran:

  • Limitar la posesión de vehículos a uno solo por unidad familiar o vivienda, sin tener en cuenta cuántos miembros trabajan, estudian o necesitan desplazarse de forma independiente.
  • Prohibir que más de una persona viaje en el coche en determinadas zonas de baja emisión o durante ciertas franjas horarias, bajo la excusa de reducir el tráfico o las emisiones.
  • Aplicar un impuesto específico a la “segunda propiedad” de vehículos registrados en el mismo domicilio, con recargos progresivos por cada coche adicional.
  • Vincular el uso del coche a la renta familiar, penalizando a quienes más lo usen si no demuestran motivos laborales urgentes.

El relato oficial es conocido: “es por el planeta”, “hay que reducir emisiones”, “el futuro es verde”.
Pero la realidad que experimenta el ciudadano común es muy distinta:
más restricciones, más tasas, más burocracia y menos capacidad de decisión sobre su propia vida.

Y lo más grave: todo esto se hace sin preguntar, sin votar y sin ofrecer alternativas reales. El transporte público sigue siendo insuficiente, lento, colapsado o inexistente en miles de pueblos y ciudades pequeñas. Las ayudas para vehículos eléctricos no llegan a las familias trabajadoras, y el coste de los coches «ecológicos» supera con creces el salario medio de muchos ciudadanos.

Mientras tanto, quienes promueven estas restricciones suelen tener chofer, coche oficial o transporte privado subvencionado.
El mensaje implícito es claro:
la movilidad libre no está siendo eliminada, solo está siendo reservada para unos pocos.

No es ecología, es control.
No es sostenibilidad, es selección social.

Porque si el sistema quiere ser ecológico, que empiece por depurar sus contratos con energéticas, sus parques móviles oficiales y sus gastos públicos superfluos.
Pero que no pretenda resolver el cambio climático quitándole el coche a una familia que apenas llega a fin de mes.

Estas propuestas no buscan una ciudad más habitable.
Buscan una sociedad más dócil.
Y esa es la verdadera amenaza.eguir cobrando por cada pequeño movimiento del ciudadano y limitar su libertad de desplazamiento.


Calles a 30 km/h (o 20): cuando conducir se convierte en arrastrarse

Una de las medidas más polémicas de los últimos años —y que ha terminado de hartar a muchos conductores— es la limitación de velocidad a 30 km/h en prácticamente todas las calles urbanas, e incluso a 20 km/h en zonas de plataforma única o de prioridad peatonal.

Lo que nació como una medida para mejorar la convivencia entre peatones, ciclistas y vehículos, se ha transformado en una imposición masiva, arbitraria y, en muchos casos, carente de sentido común.

En ciudades pequeñas y medianas, donde el tráfico ya es fluido y no existe una problemática real de atropellos o contaminación grave, reducir la velocidad a 30 o incluso a 20 km/h genera más problemas que soluciones:

  • Los vehículos circulan en marchas más cortas, generando más emisiones y ruido.
  • Los autobuses y repartidores sufren enormes retrasos.
  • Los adelantamientos y maniobras básicas se vuelven peligrosas por la lentitud extrema.
  • Y lo peor: se multa a quienes sobrepasan por unos segundos los 31 o 32 km/h, incluso en tramos donde no hay riesgo alguno.

La conducción en ciudad se convierte así en una experiencia tensa, frustrante y completamente antinatural, donde el conductor debe estar más pendiente del velocímetro que del entorno.
Y por supuesto, las sanciones no han tardado en llegar: radares urbanos ocultos, coches camuflados y sanciones automáticas por ir a 34 km/h en una avenida sin tránsito peatonal.

¿Y la seguridad?
Los datos no son concluyentes. En muchas zonas donde se ha implantado el límite de 30 km/h no se ha producido una reducción significativa de siniestros, pero sí un incremento notable de las multas.

Una vez más, la lógica recaudatoria prevalece sobre el análisis real de riesgos.
Y mientras tanto, el ciudadano se pregunta:
¿cómo es posible que se nos penalice por circular a la velocidad que marca la primera marcha de nuestro coche?


¿Dónde queda la seguridad vial?

Resulta paradójico que, mientras las multas crecen y se multiplican, las inversiones en infraestructuras seguras, señalización adecuada o mantenimiento de carreteras disminuyen.

  • Tramos peligrosos sin visibilidad siguen sin arreglar.
  • Señales contradictorias provocan confusión.
  • La educación vial en colegios sigue siendo mínima.

¿No debería la seguridad empezar por ahí?


El ciudadano como enemigo: la inversión de valores

Uno de los aspectos más preocupantes de las políticas actuales de la DGT es el cambio radical en la forma en que se percibe al ciudadano. Lo que antes era una relación basada en la corresponsabilidad —administración y conductor trabajando juntos por una movilidad más segura— ha derivado en un modelo de vigilancia unilateral donde el ciudadano ha dejado de ser sujeto activo para convertirse en objeto controlado y potencial infractor.

Lejos de fomentar una cultura de prevención, responsabilidad o mejora del entorno común, el sistema actual relega al ciudadano al papel de sospechoso por defecto. Todo gesto, toda acción, toda mínima distracción es susceptible de ser registrada, interpretada y sancionada. No importa el contexto, no hay margen para el error humano: la máquina detecta, la multa se emite y el ciudadano paga.

Esta lógica represiva invierte completamente los valores que deberían regir en una sociedad democrática y moderna. En lugar de construir confianza entre las instituciones y las personas, se alimenta un clima de miedo y resignación. El coche ya no es una herramienta de autonomía, sino un territorio vigilado en el que cualquier paso en falso —literal o figurado— tiene un coste económico.

Además, esta dinámica reduce al mínimo la posibilidad de diálogo o explicación. No se contempla si la infracción ha sido involuntaria, si existía una señal mal colocada, si había una circunstancia atenuante. Todo se automatiza. Todo se sanciona. La presunción de inocencia ha sido sustituida por una presunción de culpabilidad constante.

Y lo más grave: el conductor ha dejado de ser visto como un ciudadano con derechos, para ser tratado como un recurso más a explotar por el sistema. Un número en una base de datos, un contribuyente obligado a sostener con sus multas una estructura que ha olvidado su función original: proteger, guiar, educar y acompañar.

Este modelo no construye una sociedad más segura, sino una más tensa, desconfiada y cansada.
Porque cuando el ciudadano es percibido como enemigo, es el propio Estado el que se convierte en una amenaza para la libertad cotidiana.


La recaudación, al descubierto

Según cifras oficiales, en 2024 la DGT recaudó más de 680 millones de euros únicamente en sanciones de tráfico, lo que supuso un incremento del 14% respecto al año anterior. Y la tendencia no solo se mantiene: para 2025, se espera superar con holgura los 800 millones de euros recaudados gracias a la proliferación de nuevos radares, cámaras y sistemas automatizados de denuncia.

Esta cifra convierte a la DGT, de facto, en uno de los organismos más rentables del Estado, a costa del bolsillo de millones de ciudadanos. Pero la pregunta que muchos se hacen es clara:
¿A dónde va todo ese dinero?

Teóricamente, los ingresos generados por las multas deberían destinarse a fines relacionados con la seguridad vial: mejoras en infraestructuras, señalización, campañas de concienciación, programas de educación vial en centros educativos, formación a conductores o ayudas a víctimas de accidentes.

Sin embargo, la opacidad es absoluta.

Ni los presupuestos de los últimos años ni las comparecencias públicas del organismo han detallado con precisión en qué se invierte este dinero. No existe un desglose claro ni una auditoría pública que indique cuánto se destina a cada partida. De hecho, cada año es más difícil encontrar mejoras reales en las carreteras, ni se han incrementado las campañas educativas de impacto.

Por el contrario, los fondos parecen diluirse entre gastos de funcionamiento administrativo, convenios opacos con empresas privadas y partidas genéricas sin trazabilidad pública. Mientras tanto, los tramos peligrosos siguen sin ser corregidos, la educación vial continúa marginada y el mantenimiento de muchas carreteras deja mucho que desear.

Este modelo plantea una sospecha legítima:
¿Es la seguridad vial el verdadero objetivo o solo el pretexto perfecto para alimentar las arcas públicas sin resistencia?

Porque si el fin es proteger vidas, ¿por qué no se ven reflejados los 800 millones en una red vial más segura, moderna y humana?
¿Por qué el ciudadano sigue soportando baches, señalización confusa y falta de educación vial, mientras paga una media de 200€ al año en sanciones?

La conclusión es incómoda, pero evidente:
la recaudación se ha convertido en un fin en sí mismo, no en un medio para mejorar el sistema. Y mientras no haya transparencia real, el ciudadano seguirá pagando… sin saber ni por qué, ni para qué.


Opinión pública: cada vez más harta

En redes sociales, medios alternativos, vídeos virales y foros ciudadanos, el clamor es cada vez más visible y generalizado. Ya no se trata de casos puntuales o quejas individuales: una parte creciente de la población siente que se ha cruzado una línea, y que el sistema de movilidad se ha convertido en una trampa burocrática diseñada para exprimir, controlar y limitar.

Bajo hashtags como #DGTRecaudadora, #NosEstánExprimiendo o #MovilidadSinLibertad, miles de usuarios comparten cada semana sus experiencias:

Familias que ya no pueden tener dos coches.
Trabajadores que necesitan moverse y ahora se ven penalizados.
Multas por usar el móvil parado en un semáforo o por llevar una mascota sin arnés.
Y ahora… propuestas de movilidad forzada, sin debate, sin consenso.


¿Qué podemos hacer?

  1. Informarnos: conocer nuestros derechos y las normativas reales.
  2. Unirnos: formar parte de asociaciones de conductores, consumidores o ciudadanos críticos.
  3. Exigir transparencia: que se rinda cuentas del destino del dinero recaudado.
  4. Denunciar abusos: tanto en medios como en redes.
  5. Participar en el cambio: votando con criterio y no cediendo ante políticas que limiten libertades en nombre de causas aparentemente nobles.

Conclusión: seguridad sí, abuso no

Nadie niega la necesidad de normas ni de vigilancia para garantizar una movilidad segura. Pero cuando esas normas se convierten en trampas recaudatorias, el sistema pierde legitimidad.

La DGT no puede actuar como un agente fiscal camuflado en nombre de la seguridad vial. Y los ciudadanos tienen derecho a moverse, trabajar y vivir sin sentir que cada trayecto es una amenaza económica.

Si no alzamos la voz ahora, pronto no será solo una cámara la que nos observe… será el sistema completo diciéndonos por dónde, cómo, cuándo y con quién podemos circular.

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